domingo, 1 de enero de 2012

Creer o reventar

El fútbol tiene esa vida propia que, sin sustento aparente, otorga naturalezas sobrenaturales a agentes externos e inertes.
Por caso, hay camisetas con más peso que otras, más allá de las coyunturas favorables o las adversidades más crueles.
Y en el Campito pasa. No hay una razón que lo explique ni una teoría que certifique con palabras un montón de anécdotas que, año a año, fueron ganando peso y cobrando una vida propia inalterable: el equipo de los sin camiseta, pierde. Y el de las pecheras blancas que presta el club para el tradicional picado de los Primeros de enero, gana.
No se sabe muy bien cuando empezó. Algunos memoriosos cuentan que sucedió en 1977 cuando la lluvia y el barro hicieron imposible entender, hasta para los propios jugadores, cuáles eran los solteros y quiénes los casados.
Otros atribuyen el hechizo al clásico de dos años después cuando, corte de luz mediante, los blancos remontaron en el segundo tiempo un 2-0 que venía para baile y goleada.
Lo cierto es que, año tras año, y al margen de las variaciones en las formaciones debidas a flamantes bodas o penosas separaciones, el uso de las pecheras cambiaba de bando para no otorgar ventajas a los poseedores.
Como en cualquier tertulia, están los escépticos y los creyentes pero la historia, de un modo u otro, se empeña en repetirse.
Hasta hoy. La última crisis económica generó un aluvión de divorcios que no te puedo ni explicar. Para el equipo de los casados quedaron cinco matungos, cuatro gordos y apenas completan los once con el tío del primo del amigo y el abuelo del vecino que no viene nunca.
“Ni arquero tienen y, les podrá tocar la pechera pero van muertos”, es la arenga que  retumba mientras los solteros se quitan las camisetas para, de una buena vez por todas, limpiar el buen nombre y honor de todos los tipos que juegan a la pelota en cuero en todo el mundo. Sí, en todo el mundo.
Y el partido empieza con la calma aparente de tantos otros emboles que se vieron en el Campito. La noche del 31 les pasa facturas (sí, claro, las bolas de fraile que ingirieron varios protagonistas antes de jugar también tienen que ver en la historia) a los protagonistas y el primer tiempo se agota con más puteadas que gloria.
Claro, los solteros son más. Jóvenes, en mejor estado y con bastante menos bebida encima, empiezan a inclinar la cancha contra el arco del Sordo.
El duelo se sostiene igualado hasta que, con los puntos de una antigua operación de apéndice, el gordo Luque pone en ventaja a los casados después de un entrevero en un corner.
La vieja historia empieza a sobrevolar. El Lubo y Don Atilio parecen convertirse en Perfumo y Beckenbauer. Las pecheras blancas brillan más que el sol de la tardecita pero los solteros buscan el empate con ímpetu desenfrenado.
El Zurdo mete un bombazo desde la puerta del área que tiene que ser gol pero, Caprichito del destino, la bola de plástico rebota en el poste y se va a morir afuera.
El 1 a 1 parece cuestión de tiempo. Hasta que el cielo se cierra y la más impactante invasión se mosquitos que se haya visto, por los siglos de los siglos en la historia del Campito, complica la visual.
Cuando la nube disipó, la pelota había desaparecido. Podría jurar que no vi a nadie salir corriendo pero andá a contárselo a alguno de los solteros. Van a pasar los años, quizás el próximo se rompe racha. Pero te juro, viejo, yo nunca vi nada siquiera parecido. En el fútbol, a veces, las cosas no tienen demasiada explicación. Creer o reventar.