jueves, 3 de mayo de 2012

Todo por un gol


-Vení, sentate.

Cuando el abuelo le ponía la mano en la rodilla, el Fresco sabía que la historia venía para largo. Y, aunque en situaciones el apuro propio de su juventud lo hacía dudar de sus ganas de escuchar, la palabra del viejo era casi sagrada.

La mano era más o menos así. El partido había arrancado tan parejo como muchos. El equipo de los Sin Tiempo pausaba el ritmo con el toque propio de su escuela y, afuera, el clamor de una multitud que superaba ampliamente en número la cantidad de habitantes del pueblo se mezclaba con el humo de los choripanes de una parrilla que sólo Dios sabe si alguna vez estuvo cerca de los dominios de la pelota.

El ludo de los relatos tendrá siempre una ventaja: las exageraciones son contexto y los datos puntuales, realidades absolutas.

El caso es que había 1000 o 2000 personas más que la última vez que vos fuiste al Campito y la morocha, unos ojos de infierno.

Para pasártelo en limpio, la tarde era un espectáculo y la posibilidad de definir el campeonato en casa y de locales era motivo más que suficiente como para dejar cualquier cosa importante que uno tuviera para hacer a las 3 de la tarde del domingo en un pueblo en que el próximo colectivo pasaba a las 8 y si el bar abría antes de las 7 era para hacer una fiesta aunque no vaya ni gente.

Contarte los detalles del juego no tendría mucho sentido. Esperanza jugó un poco mejor. No te puedo jurar que demasiado pero mejor. Y los Sin Tiempo sabían lo que tenían que hacer. Entonces llegó el momento crucial. Ese que estás esperando desde los 1263 caracteres sin contar los espacios que lleva el cuento sin que pase nada: el Mudo paró a la morocha en seco. Ahí, en mitad de cancha. Miró para la derecha y, después, a la izquierda; esquivó a un marcador y luego a otro; pisó el área con el optimismo de los grandes goleadores y tocó suave, mirando hacia la nada ante la salida de un arquero que no salió pero tampoco atajó.

-Ahí está la historia, mijito.
El viejo lo miró al pibe que no sabía si sonreír o llorar. Pero el abuelo que de eso de ser más grande la sabe lunga le explicó que por un gol valen mis pesares y otras tantas palabras. Que en el fútbol se juega, ama, odia y disfruta por aquel momento de misticismo pagano y alegría remota. E inconmensurable. Tal vez, eterna.