miércoles, 11 de julio de 2012

El tiempo

La bruma ya se había empezado a disipar por el tibio sol de aquel mediodía de agosto. Como siempre, Don Atilio estaba parado ahí, donde la Costanera pega esa curva que parece una excusa ideal para meterse de lleno en una playa que deja de estar de costado para plantarse de frente a cualquiera que maneje un auto por la avenida, en la mano que va al Puerto.
A lo lejos, la inmensidad del agua se chocaba con la grandeza del cielo y al transitar con la mirada en esa línea que supera lo que uno puede llegar a ver, los colores grises y amarronados le daban paso a ese Mar de Plata inconmensurable.
Don Atilio siempre dijo que las buenas ideas entraban por los ojos y salían por la cabeza. Sus 72 años le habían enseñado que su teoría era lo suficientemente sólida como para quedar conforme. Y ese era el escenario de la cuidad donde cualquiera con cierta perspectiva periférica podía adueñarse del mundo.
Cuatro décadas atrás, en aquel paisaje, había pergeñado una idea notable: instaurar una “kermese para todo público” los primeros sábados de cada mes (sólo se suspendía por lluvia y pasaba para el fin de semana siguiente) en la placita del agua.
El paso del tiempo rompió el encanto o, al menos, modificó la adrenalina. La fiesta del Paquetito dejó de ser tan divertida como las hamburguesas con queso de plástico y papas fritas que no son papas ni fritas.
El Tumbalatas ya no fue más el desafío pagano de una juventud que lo llenó de oscuridad al cambiarlo por las luces y el ruido de las maquinitas infernales del videojuego.
Don Atilio siempre se negó a creer que todo tiempo pasado fue mejor. Su asombrosa capacidad de entender que las sociedades cambiaban al ritmo de las generaciones le ahorró más de un disgusto. Aunque nunca me creí demasiado esa pose: el viejo no discutió nunca porque sabía que era imposible pelear contra los cambios aunque, en el fondo, no era capaz de entender como el envoltorio se había convertido en un detalle más importante que el contenido.
En sí, eso pasó. No está bien ni mal. Pero ahí está Don Atilio. Oteando su Mar de Plata, sintiendo que no hay tiempo capaz de matar las ideas y pensando que la nobleza es un valor innegociable. Allí, donde el mar se cruza con el cielo, la verdad es infinita y los años no son tan valiosos. En su esquina seguirá siempre viva esa perspectiva. Aunque los muchachos la pasen volando en sus autos; pese a que los demás no puedan verla. Inagotable, viva, suya y eterna. 

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