A lo lejos,
la inmensidad del agua se chocaba con la grandeza del cielo y al transitar con
la mirada en esa línea que supera lo que uno puede llegar a ver, los colores
grises y amarronados le daban paso a ese Mar de Plata inconmensurable.
Don Atilio
siempre dijo que las buenas ideas entraban por los ojos y salían por la cabeza.
Sus 72 años le habían enseñado que su teoría era lo suficientemente sólida como
para quedar conforme. Y ese era el escenario de la cuidad donde cualquiera con
cierta perspectiva periférica podía adueñarse del mundo.
Cuatro décadas
atrás, en aquel paisaje, había pergeñado una idea notable: instaurar una “kermese
para todo público” los primeros sábados de cada mes (sólo se suspendía por
lluvia y pasaba para el fin de semana siguiente) en la placita del agua.
El paso del
tiempo rompió el encanto o, al menos, modificó la adrenalina. La fiesta del
Paquetito dejó de ser tan divertida como las hamburguesas con queso de plástico
y papas fritas que no son papas ni fritas.
El
Tumbalatas ya no fue más el desafío pagano de una juventud que lo llenó de
oscuridad al cambiarlo por las luces y el ruido de las maquinitas infernales
del videojuego.
Don Atilio
siempre se negó a creer que todo tiempo pasado fue mejor. Su asombrosa
capacidad de entender que las sociedades cambiaban al ritmo de las generaciones
le ahorró más de un disgusto. Aunque nunca me creí demasiado esa pose: el viejo
no discutió nunca porque sabía que era imposible pelear contra los cambios
aunque, en el fondo, no era capaz de entender como el envoltorio se había
convertido en un detalle más importante que el contenido.
En sí, eso
pasó. No está bien ni mal. Pero ahí está Don Atilio. Oteando su Mar de Plata,
sintiendo que no hay tiempo capaz de matar las ideas y pensando que la nobleza
es un valor innegociable. Allí, donde el mar se cruza con el cielo, la verdad
es infinita y los años no son tan valiosos. En su esquina seguirá siempre viva
esa perspectiva. Aunque los muchachos la pasen volando en sus autos; pese a que
los demás no puedan verla. Inagotable, viva, suya y eterna.
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