Un
teclado puede soltar lágrimas. Una pelota puede soltar lágrimas. En la ambigüedad
de la vida, lloramos con emoción y con angustia en el mismo segundo. Por eso,
el Topo se puede tirar a atajar los penales con Romero y en ese llanto que me
sale de los ojos está la mezcla de la bronca y la tristeza con una alegría
chiquita y futbolera. Se fue un pibe capaz de hacerte sentir amigo a los cinco
minutos de haberlo conocido. Se fue un padre y se fue un periodista de raza. Nació
un homenaje. Pequeño pero sentido. Como las lágrimas que derraman estas letras.
Eze Leone
Periodista. Editor de Deportes de diario El Argentino. Adicto al mate. Sultán sin ritmo. Perdedor de causas perdidas.
miércoles, 9 de julio de 2014
martes, 25 de junio de 2013
El grito sagrado
Por
Ezequiel Leone
Su campo de
juego no tiene líneas de cal ni arcos. Las tribunas se componen de un
imaginario que encuentra marquesinas y el ir y venir constante de los autos de
una avenida que bien podría ser cualquier otra.
Es domingo
y, aunque el Viejo no quiera saber nada con entenderlo, hay gente que toma mate
en el Parque Rivadavia.
Parecen
ajenos, como si no entendieran que en la cancha están pasando cosas
importantes.
Pero no hay
peor ciego que el que no quiere ver y el hincha tiene mucho de eso. La radio va
pegadita a la oreja; así como el Mago llevaba a la pelota. Atadita al botín.
Los tiempos
ya no son lo que eran. Y una manifestación de malandras cortaba la ruta “para
abrir el camino”; fijate vos, la pucha, “para abrir el camino, me cortás la
ruta” y el Viejo no pudo llegar. Fue el domingo pasado.
El asiento
que adoptó hace veinte años, cuando dejó de ir al fútbol, porque antes se iba
al fútbol, quedó vacío.
Aquella
tarde, el relator contó los detalles de una victoria histórica mientras el
Viejo se frotaba los ojos para ver mejor lo que contaban desde el stereo del
auto. Sí, para ver mejor. Pero la autopista se imponía a toda velocidad, llena
de coches que tampoco parecían entender lo que estaba pasando.
Por eso hoy
la cancha no tiene líneas de cal ni arcos. Porque las cábalas no existen pero
que las hay, las hay. Y si ganamos el otro día, cómo no vamos a ganar hoy. Hay
que hacer el esfuerzo y no mirar el partido.
Aparte, te
digo más, este equipo juega mejor por la radio. Sí. No te estoy hablando una
gilada. Por la radio corren más; se la pasan a los compañeros y ponen el corazón
ahí adentro. Como corresponde, como manda la historia.
Entonces el
Viejo se frena. Viene pateando las piedritas y se queda quieto. Un segundo
antes esperando el grito. Y el grito viene. Sagrado. La avenida se sigue
pareciendo a cualquier otra pero los tipos que toman mate, ignorantes de
aquello que en verdad importa, ya no parecen tan desubicados.
Al final de
todo, es domingo a la tarde; hay un sol que raja la tierra y es un lindo día
para festejar. El equipo ganó. De eso se trata este el fútbol. Aunque, a veces,
se cuenta mejor de lo que se juega.
miércoles, 11 de julio de 2012
El tiempo
La bruma ya
se había empezado a disipar por el tibio sol de aquel mediodía de agosto. Como
siempre, Don Atilio estaba parado ahí, donde la Costanera pega esa curva
que parece una excusa ideal para meterse de lleno en una playa que deja de
estar de costado para plantarse de frente a cualquiera que maneje un auto por
la avenida, en la mano que va al Puerto.
A lo lejos,
la inmensidad del agua se chocaba con la grandeza del cielo y al transitar con
la mirada en esa línea que supera lo que uno puede llegar a ver, los colores
grises y amarronados le daban paso a ese Mar de Plata inconmensurable.
Don Atilio
siempre dijo que las buenas ideas entraban por los ojos y salían por la cabeza.
Sus 72 años le habían enseñado que su teoría era lo suficientemente sólida como
para quedar conforme. Y ese era el escenario de la cuidad donde cualquiera con
cierta perspectiva periférica podía adueñarse del mundo.
Cuatro décadas
atrás, en aquel paisaje, había pergeñado una idea notable: instaurar una “kermese
para todo público” los primeros sábados de cada mes (sólo se suspendía por
lluvia y pasaba para el fin de semana siguiente) en la placita del agua.
El paso del
tiempo rompió el encanto o, al menos, modificó la adrenalina. La fiesta del
Paquetito dejó de ser tan divertida como las hamburguesas con queso de plástico
y papas fritas que no son papas ni fritas.
El
Tumbalatas ya no fue más el desafío pagano de una juventud que lo llenó de
oscuridad al cambiarlo por las luces y el ruido de las maquinitas infernales
del videojuego.
Don Atilio
siempre se negó a creer que todo tiempo pasado fue mejor. Su asombrosa
capacidad de entender que las sociedades cambiaban al ritmo de las generaciones
le ahorró más de un disgusto. Aunque nunca me creí demasiado esa pose: el viejo
no discutió nunca porque sabía que era imposible pelear contra los cambios
aunque, en el fondo, no era capaz de entender como el envoltorio se había
convertido en un detalle más importante que el contenido.
En sí, eso
pasó. No está bien ni mal. Pero ahí está Don Atilio. Oteando su Mar de Plata,
sintiendo que no hay tiempo capaz de matar las ideas y pensando que la nobleza
es un valor innegociable. Allí, donde el mar se cruza con el cielo, la verdad
es infinita y los años no son tan valiosos. En su esquina seguirá siempre viva
esa perspectiva. Aunque los muchachos la pasen volando en sus autos; pese a que
los demás no puedan verla. Inagotable, viva, suya y eterna.
viernes, 6 de julio de 2012
La próxima decisión
“El
tablero de Ajedrez tiene 64 escaques y las partidas se inician con 32 piezas.
Para jugar a las Damas, son necesarias 24 fichas y el Backgamon también incluye
dados”. La explicación del Viejo no sonaba comprensible.
El Bar
no se había llenado más que lo habitual y la charla transitaba por los carriles
de siempre: algún comentario sobre minas, mucho fútbol y unos cuantos
cigarrillos consumidos en un cenicero que se apoyaba en la punta de la ventana;
no tanto para saciar el vicio: transgredir las normas es casi un deporte
nacional.
Y
hablando de deportes, la muchachada no alcanzaba a entender cómo el Viejo había
terminado hablando de Ajedrez, Backgamon y hasta la Batalla Naval cuando
el dilema a desentrañar era que la
Selección no había merecido perder ese partido.
“Yo te
puedo dar la razón todo lo que quieras. Te puedo decir que es cierto, que el
partido fue parejo y hasta que Argentina jugó mejor. Pero ellos llegaron dos
veces, hicieron tres goles y andá a llorar a la Iglesia”. El pragmatismo
del Polaco no ofrecía tantos matices: había encontrado un argumento que nadie
podía discutir. “Al fútbol se gana haciendo un gol más que el contrario y el
resto es verso. Ustedes se pueden pasar horas y horas discutiendo. Pero nunca
un árbitro le dio por ganado el partido a un equipo sólo porque era más justo o
porque había jugado mejor. Entonces no jodan, juega mejor el que la manda a
guardar”, decía cada vez que alguna suerte esquiva convertía a la charla en un
mar de lamentos.
Alguna
cara un poco más enrojecida y dos o tres gritos fuera de lugar. O sea, todo
normal. La risita socarrona del Polaco. Sí, esa risita que te da ganas de
arrancarle los ojos con una cuchara sopera. Y nada más.
El Viejo
seguía esperando hasta que el mar de palabras le dio lugar al silencio propio
de la discusión empatada. Y arrancó de nuevo con la historia del tablero de
Ajedrez y el Polaco lo quiso frenar. Esta vez fue imposible: “Ustedes
convierten el fútbol en una cuestión esquemática y el Polaco en una mera quimera
de la suerte. El pizarrón que usan en la tele para graficar las formaciones me
hace acordar a cualquiera de los juegos de mesa que les contaba…la diferencia
es que al fútbol se juega bien y mal; en cancha chica o grande; de pasto y de
baldosa, quizás, hasta sintética. Lo que no cambia es ella. La única. La que
decide. Sí, la pelota. Dejen de dar vueltas porque nadie tiene razón. El Polaco
porque atribuye a los números una decisión mucho más invisible. Y ustedes
porque creen que el 3 pasó más al ataque y el 9 erró en el último tiro. Qué
carajo importa. La historia ya estaba escrita: la pelota manda”.
El halo
de misticismo provocó el silencio. Un fuego interno recorrió el alma rota de
cada uno de los muchachos. Los goles que le habían hecho a la Selección ya pasaban a
formar parte de un pasado lleno de triunfos y derrotas. Ya estaban todos listos
para esperar a la próxima decisión de la pelota…
jueves, 3 de mayo de 2012
Todo por un gol
-Vení,
sentate.
Cuando el
abuelo le ponía la mano en la rodilla, el Fresco sabía que la historia venía
para largo. Y, aunque en situaciones el apuro propio de su juventud lo hacía
dudar de sus ganas de escuchar, la palabra del viejo era casi sagrada.
La mano era
más o menos así. El partido había arrancado tan parejo como muchos. El equipo
de los Sin Tiempo pausaba el ritmo con el toque propio de su escuela y, afuera,
el clamor de una multitud que superaba ampliamente en número la cantidad de
habitantes del pueblo se mezclaba con el humo de los choripanes de una parrilla
que sólo Dios sabe si alguna vez estuvo cerca de los dominios de la pelota.
El ludo de
los relatos tendrá siempre una ventaja: las exageraciones son contexto y los
datos puntuales, realidades absolutas.
El caso es
que había 1000 o 2000 personas más que la última vez que vos fuiste al Campito
y la morocha, unos ojos de infierno.
Para
pasártelo en limpio, la tarde era un espectáculo y la posibilidad de definir
el campeonato en casa y de locales era motivo más que suficiente como para
dejar cualquier cosa importante que uno tuviera para hacer a las 3 de la tarde
del domingo en un pueblo en que el próximo colectivo pasaba a las 8 y si el bar
abría antes de las 7 era para hacer una fiesta aunque no vaya ni gente.
Contarte
los detalles del juego no tendría mucho sentido. Esperanza jugó un poco mejor.
No te puedo jurar que demasiado pero mejor. Y los Sin Tiempo sabían lo que
tenían que hacer. Entonces llegó el momento crucial. Ese que estás esperando desde
los 1263 caracteres sin contar los espacios que lleva el cuento sin que pase
nada: el Mudo paró a la morocha en seco. Ahí, en mitad de cancha. Miró para la
derecha y, después, a la izquierda; esquivó a un marcador y luego a otro; pisó
el área con el optimismo de los grandes goleadores y tocó suave, mirando hacia
la nada ante la salida de un arquero que no salió pero tampoco atajó.
-Ahí está
la historia, mijito.
El viejo lo miró al pibe que no sabía si sonreír o
llorar. Pero el abuelo que de eso de ser más grande la sabe lunga le explicó
que por un gol valen mis pesares y otras tantas palabras. Que en el fútbol se
juega, ama, odia y disfruta por aquel momento de misticismo pagano y alegría
remota. E inconmensurable. Tal vez, eterna.
martes, 28 de febrero de 2012
Pasado y futuro
Los últimos años de la Selección fueron un decálogo de frustraciones. El desfile de nombres y módulos tácticos que se sucedieron sin dar con un patrón de juego definido es la prueba que certifica la teoría: sin equipo no hay fútbol y sin fútbol es difícil cosechar resultados.
Los distintos procesos se consumieron entre cachetazos. Y la ausencia de un proyecto estructural es la base de todos los males.
De ese caldo de cultivo, Sabella deberá construir un escenario acorde con sus pretensiones. La búsqueda de un paradigma futbolero es su misión central en el futuro inmediato.
El pasado condena determinaciones que exceden al actual entrenador. Es momento de correr los márgenes y moderar la impaciencia. La Selección tiene que barajar y dar de nuevo. A veces, la Pachorra es buena consejera.
miércoles, 15 de febrero de 2012
La Pelusa bajo la alfombra
Sigue. La jornada más agitada del último año en el mundo Boca terminó con la confirmación de Julio César Falcioni como director técnico del campeón del fútbol argentino.
El invicto en 32 partidos oficiales y el título de campeón que todavía brilla con luz propia no hacían presagiar el final de una era que luce un desgaste impropio de sus estadísticas.
Lo cierto es que el derrotero xeneize en el semestre que recién arranca dejará mucha tela para cortar fuera del verde césped. Allí, Boca forjará su suerte pero lo importante terminará cocinándose en oficinas, vestuarios y charlas de mesa chica.
La continuidad de Falcioni es apenas un placebo para un estallido que tronó en Venezuela pero que se gestó en el tiempo y que promete continuar latente.
Las crónicas hablarán de una renuncia no aceptada y una pacificación impuesta. Los detalles seguirán recorriendo páginas en los diarios y ganando minutos de aire en radio y televisión. Pero lo inocultable es que Boca entró en un camino sin retorno.
Un camino atado a los avatares de un resultado adverso o triunfal y a los devenires de histerias y egos.
En jaque. La victoria electoral de Daniel Angelici generó un clima raro en torno al cuerpo técnico del Emperador.
La relación entre el DT y la nueva dirigencia fue siempre cordial y aceptable pero es imposible olvidar que el actual titular del club le repitió a quien lo quisiera escuchar durante su campaña que él no hubiera elegido a Pelusa como entrenador xeneize.
Consciente de los rumores, Falcioni transitó el último mes y medio entre enojos y pacificaciones.
Alguna discusión con un periodista y delante de la cúpula dirigencial en la previa del viaje a Chaco para disputar el primer Superclásico del año fue el primer indicio de que algo se había quebrado. Una especie de mensaje.
Las declaraciones entre cambiantes y polémicas de Juan Román Riquelme también encuadran la lógica de una relación paradójicamente ilógica.
Las esquirlas de la polémica seguirán en Boca de todos por un buen tiempo. En Casa Amarilla entendieron que no era momento de romper un matrimonio que ya tiene mucho de conveniencia. La Pelusa se guarda debajo de la alfombra pero el futuro está atado con alambre. Después, y como siempre, la pelota manda.
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